Los segundos sublimes
¿Puede el tiempo no ser lineal, tal y como lo concebimos? ¿Cómo podríamos vivir en un instante eterno?
En Tralfámador no hay telegramas. Pero tiene razón: cada grupo de símbolos es un mensaje breve y urgente que describe una situación, una escena. Los tralfamadorianos los leemos todos a la vez, no uno después de otro. No hay ninguna relación particular entre todos los mensajes, excepto que el autor los ha escogido con mucho cuidado para que, vistos al mismo tiempo, produzcan una imagen de la vida bella, profunda y sorprendente. No hay principio, ni desarrollo, ni desenlace, ni moraleja, ni causas, ni efectos. Lo que nos gusta de nuestros libros es la profundidad de muchos momentos maravillosos vistos todos a la vez.
Matadero cinco, Kurt Vonnegut
Heráclito decía que la vida era un continuo fluir, un río en el que no podías bañarte dos veces. Un devenir, un movimiento, un incesante rumor de recuerdos, personas y sueños que desaparecen tan pronto como llegan. Parménides, por su parte, tenía una visión mucho más estática del universo, del que creía que preexistía desde los albores de los tiempos. Niega el cambio y especula con la idea de un ser único y lógico. Más allá de simplificaciones, como ves son dos visiones antagónicas que, convenientemente estudiadas, ofrecen cientos de motivos para especular durante toda una vida.
Comoquiera que sea, quizá has pensado alguna vez, como yo, que esa dualidad entre el sentirse único y el huidizo fluir de la conciencia tienen momentos de «reconciliación»; instantes en los que pareces captar la belleza de un sonido, en los que tiemblas de estupor ante una pincelada o en los que vibras por el amor hacia otra persona. Estrellas fugaces que deslumbran con su resplandor y que solo perduran el aleteo de una mariposa. La gracia, en todo su sentido, es tan efímera que duele. Y, no obstante, quizá la vida es una pelea constante por alcanzar esos brevísimos destellos de esplendor.
Los tralfamadorianos nos llevan una gran ventaja en esto, como explicó Vonnegut. Ellos leen los libros (la vida) «todos a la vez», captando así una imagen polícroma de todo lo que se esconde en su interior. Mientras que nosotros, humildes mortales condenados a la unicidad y al devenir, solo podemos aprehender los granos de arena del arte, esos seres magníficos pueden apreciar en todo su esplendor la complejidad del universo.
Pero, ¿es así en realidad? ¿Tenemos vedado el camino hacia esa infinitud de belleza? A veces siento que no es así: que, en verdad, también podemos capturar todo el resplandor del mundo gracias a un libro, un cuadro, una sinfonía; que trascendemos nuestra infame pequeñez cuando nos dejamos guiar por la palabra inefable, por el acorde inesperado, por la imagen perturbadora. A veces siento que el arte, el verdadero arte, no solo nos conduce a la perfección —entendida, ya lo sabes, como un camino sin fin hacia nuestra mejor versión—, sino a la eternidad.
Decía Cioran que «la muerte nos abre al verdadero sentido de nuestra dimensión temporal»; estando de acuerdo, no puedo sino añadir que el arte también lo consigue. La emoción que suscita en ti una melodía, un libro, una escultura, rebasa cualquier forma de vivencia transitoria: sentido, experimentado y saboreado, puede lograr que te abstraigas de lo que te rodea y encuentres una profundidad inédita. La experiencia estética era para Kant algo inherente, ajeno a la realidad física: era algo que trascendía el ser y que nos enajenaba de las dimensiones terrenales. Los románticos elaborarían después toda una cuasi ideología que distinguía entre lo simplemente bello, lo que guarda unos cánones de gracia intrínseca, y lo sublime, lo que superaba las limitaciones físicas y causaba un estupor en el alma.
Como ya habrás intuido, esa idea de lo sublime me es cercana. Me declaro un tralfamadoriano de los pies a la cabeza: creo que en la obra de arte encuentro una eternidad completa, un todo de hermosura que rebasa su apreciación pieza por pieza, palabra por palabra, nota por nota, y que conforma una sinfonía de placer que me libera de mi mortalidad. Y también pienso que, en realidad, esa vivencia es inherente, auténticamente humana: no creo que haya nadie que pueda sustraerse al gozo estético; no, al menos, sin padecer en sus carnes una leve caricia de lo divino. En este sentido, recurro, como en muchas otras ocasiones, a Spinoza para que pueda exponerlo con mejores palabras: «ni la eternidad puede definirse por el tiempo, ni puede tener ninguna relación con él. Pero, no obstante, sentimos y experimentamos que somos eternos». Noto en mi piel que eso es lo que consigue la lectura de un buen libro: alejarme del tacto de las páginas, de la tinta y el papel, y permitirme contemplar un océano eviterno de belleza que comienza conmigo y se perpetúa hasta la inmensidad. Lo sublime está ahí. No lo busques en ninguna otra parte.
A pesar de que «Matadero Cinco» ha estado siempre en mi lista de lecturas pendientes (esa que crece y nunca decrece), nunca he encontrado un hueco para adentrarme en ella. Posiblemente, gracias a esto, escale en la lista de pendientes.
Al leerte también me he acordado de la película de «La llegada» que, sin hacer espóileres, también ahonda en esta idea.
Muy interesante esto que nos has traído hoy (bueno, hace unos días!).
Soy más de Heraclio, si tengo que elegir un bando, en cuanto al asunto del cambio. Ahora bien, con el arte, quizá, es distinto el tema. Yo siempre he pensado el arte como algo efímero y justamente por esa condición, sublime. Un libro, un cuadro, pueden hacernos sentir hoy un momento único, una belleza que nos penetra y emociona profundamente, y mañana no provocarnos nada. Al menos, esa es mi experiencia personal. Cambio yo y cambia mi percepción hacia lo creado artísticamente (propio y ajeno). Incluso aunque por muchos años una pieza de arte sea considerada una obra eterna...