El fenómeno más importante que se produce en el interior de la masa es la descarga. Antes de ella, la masa no existe propiamente: solo la descarga la constituye de verdad. Es el instante en el que todos los que forman parte de ella se deshacen de sus diferencias y se sienten iguales. […] Sin embargo, el momento de la descarga, tan feliz y anhelado, lleva en sí su propio peligro. Adolece de una ilusión fundamental: esos hombres que de pronto se sienten iguales, resulta que no lo son en la realidad ni para siempre. Cada uno vuelve luego a su casa y se acuesta en su propia cama. Conserva su propiedad y no renuncia a su nombre.
Masa y poder, Elias Canetti
Allá por el crepúsculo del siglo XVIII, el Romanticismo surgió en Europa como una respuesta pasional y emocionante ante una sociedad que se anclaba en un conservadurismo rancio. Lo cierto es que si examinas esa corriente con algo de perplejidad y objetividad —y tal vez una pizca de cinismo— puedes hallar a un puñado de artistas, más o menos geniales (y algunos lo fueron en sumo grado), que ansiaban manifestar su individualidad por encima de todo; donde antes había una admiración por la obra de arte, ahora había una fascinación por el artista. Obviamente, los integrantes del movimiento no lo expusieron en esos términos, porque lo más probable es que hubieran sido aún más ignorados de lo que lo fueron; sin embargo, en sus distintos manifiestos y declaraciones se rastrea ese prurito de trascendencia, de egolatría, de afán por la inmortalidad.
¿Y quién no la querría? Seguro que tú, como yo, firmarías con gusto pasar a la posteridad que cada uno construimos en nuestra imaginación, cabalgando las eras con la certeza de que los seres humanos del futuro recordarán nuestros nombres, nuestras hazañas y nuestras obras. Todos tenemos un corpúsculo de vanidad que sofrenamos, usualmente porque no tenemos más remedio que lidiar con la devastadora convicción de que somos apenas un suspiro de la vida que se perderá en la vorágine estridente del universo. Pero, a pesar de esa evidencia, soñar sigue siendo el único reducto que planta batalla a lo inmutable y nos permite insuflar esperanza allí donde no existe.
Esa trascendencia romántica llegó a echar raíces muy sólidas en el imaginario colectivo, en parte debido a esta necesidad irreductible de creer en la fama eterna, en la idolatría mundana. Desde entonces hasta ahora, los artistas —y muchos otros que no lo han sido— han ido entretejiendo su personalidad con su obra hasta el punto de que, en algunos casos, no se puede separar una de la otra. El problema es, sin embargo, que esa interrelación ha devenido algo adulterado y se ha infiltrado en otros campos, hasta el punto de mutar hacia algo un poco más perverso que infecta nuestras relaciones interpersonales.
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