Se dirigió a su habitación y se sentó en una silla para descalzarse. Todo el sentido de una vida cualquiera se localizaba en el acto de inclinarte para desanudarte los zapatos y de dejarlos en un lugar fijo a la espera del comienzo del día siguiente.
Submundo, Don Delillo
En un mundo tan vasto, tan enorme, tan ilimitado como ha devenido el actual, es casi anecdótico detenerse y fijarse en los detalles de lo banal. Desde todas las instancia y púlpitos —familiar, profesional, social, político— se nos insta a pensar en términos gigantescos, como si fuésemos titanes siendo impelidos a asaltar los empíreos cielos de un Olimpo insospechado. La vida se define por la cima alcanzada, por el logro obtenido, por la meta cruzada, por el sueño cumplido. Todo tiene la impronta de lo magnífico, todo exhibe la enseña de lo divino. Las menudencias son escollos en un camino de superación interminable, simples guijarros en nuestras espléndidas zapatillas maratonianas. Nada puede hacernos bajar la vista de un firmamento que se promete mirífico por derecho.
Sin embargo, cuando la poesía pierde el vigor y solo quedan las ascuas del día a día, lo menudo y nimio surge a la superficie con timidez. Aquello que nuestros ojos despreciaban en la ineludible ascensión se materializa en la forma de lo banal, de lo minúsculo, de lo que —en apariencia— carece de importancia: manías, costumbres, recuerdos, talismanes… Menudencias que provocaban un prurito desconcertante en nuestra senda hacia la consagración y que, de repente, entran en nuestro campo de visión como una revelación insospechada.
Es curioso que sean esas pequeñas cosas (objetos, rutinas, fetiches) las que marcan una fina línea divisoria entre quienes somos y quienes deseamos ser, entre nuestro fidedigno yo y el fantasmal ser al que aspiramos. Lo cotidiano es invisible a la vista, a los sentidos en general, porque damos por supuesto que está ahí, como un decorado construido o un paisaje descrito; es el marco del cuadro de la vida, que todo lo contiene y que permanece en la oscuridad pese a recibir la luz de los focos que iluminan la obra de arte. Y, al igual que los visitantes de ese museo que no es sino nuestra existencia, solo reparamos en los vívidos colores de las pinceladas, obviando la trabazón que otorga firmeza al conjunto, sin la cual el lienzo no podría mostrar su belleza.
Delillo muestra con fulgurante sencillez lo insoslayable de lo que podríamos denominar «pequeñas cosas»: sin ellas, el sentido de la vida desaparece, o cuando menos se difumina. Ese sentido que encontramos en actos cotidianos, en objetos mínimos, en hábitos inadvertidos… todo ello transita ante nosotros como las nubes en el cielo, escribiendo sus mensajes sin que prestemos atención. Pero las costumbres, sean acciones, personas o posesiones, constituyen los cimientos de toda una existencia: lo nimio nos define, así como un innúmero conjunto de células han dado lugar a tu mente pensante, a ti que lees estas líneas. La mirada del escritor nos revela, con su habitual discernimiento, la verdad que se esconde en el hecho insustancial de atarnos los cordones de los zapatos.
Percibimos la banalidad como algo a evitar, como una maldición que tiene que ver con las maneras de actuar, con las pasiones o los gustos, cuando en realidad forma parte del ser tanto como el deseo, el sueño o el amor. Lo asociamos con el aburrimiento, con la desidia, lo cual nos lleva a considerarla una enemiga que debemos combatir, o al menos evitar. «Una persona solo existe si se puede narrar a sí misma, si puede poner su vida ordinaria en forma de anécdotas, por muy ridículas que sean. El desafío de la banalidad es mantener el rumbo en la suave tormenta de horas que se suceden, todas similares, con su poder de descomposición que desalienta a los corazones más templados», sostiene Pascal Bruckner en el ensayo Un instante eterno. Y es que lo trivial conforma la narración del yo, la representación de lo que verdadera y cabalmente somos.
Puede que nos pasemos la vida persiguiendo sueños, metas, objetivos, esperanzas; pero esa carrera en pos de la nada no es más que eso: un esfuerzo fútil que solo tiene sentido en su propia realización, una cinta de Moebius que recorremos con los ojos vendados. Todas las recompensas magníficas que tenemos, o a las que aspiramos, no retratan nuestro ser, sino la imagen ficticia que hemos construido (o peor: que han construido para nosotros); en el espejo del poder, de la gloria, del esfuerzo, del control o de la victoria no nos vemos reflejados nosotros mismos, sino un monstruo amalgamado, como Frankenstein, con los fragmentos de despojos y olvidos.
Hablando de lo cotidiano, la poetisa y filósofa Chantal Maillard dice en su libro La razón estética: «Pueden parecer los haikus frases banales y anodinas y lo son, pues lo que expresan suele ser, efectivamente, algo muy usual, normal y cotidiano. Pero el hecho de que el poeta se fije en un detalle insignificante nos lleva a entender la inmensa extrañeza de lo usual, su carácter asombroso, su magia». De aquí que lo que consideramos cotidiano y, casi por extensión, banal (aquello a lo que no otorgamos importancia y damos por descontado) sea la urdimbre que forma el tapiz de nuestra alma. Ubicar un objeto en un lugar determinado, intercambiar las mismas palabras con la misma persona cada mañana, repetir todos los días el gesto idéntico, mantener una rutina durante una vida entera… Todo ello no se ve reflejado en el espejo de lo admirable, de lo grandioso, pero su naturaleza es tan divina como la de los mismísimos dioses. El sentido de tu vida está condensado, como los perfumes exquisitos, en un recipiente muy, muy pequeño.
Este texto tan bello me ha hecho pensar en la película Perfect Days.
Me conmovió muchísimo, me llevó a fijarme más en esas pequeñas rutinas que nos anclan a nosotros mismos. Que fundamentan nuestra existencia.
Es cierto que en esta sociedad de la inmediatez donde todo lo queremos ya y nos aburrimos de todo lo rutinario de un día para otro, muy pocas personas entienden la importancia de esas 'banalidades'. Yo personalmente te agradezco que nos lo recuerdes.
¡Gracias!
Nada que añadir, ni que comentar que no sea decirte que este texto es tan grandioso por su riqueza de lenguaje como por su forma y contenido. Una vez más es un placer leerte. 🙌🏼