La soledad es una misión
¿Estamos dispuestas a asumir renuncias para conocernos mejor a nosotros mismos?
Debemos reservarnos una trastienda del todo nuestra, del todo libre, donde fijar nuestra verdadera libertad y nuestro principal retiro y soledad. En ella debemos mantener nuestra habitual conversación con nosotros mismos, y tan privada que no tenga cabida ninguna relación o comunicación con cosa ajena; discurrir y reír como si no tuviésemos mujer, hijos ni bienes, ni séquito ni criados, para que, cuando llegue la hora de perderlos, no nos resulte nuevo arreglárnoslas sin ellos. Poseemos un alma que puede replegarse en sí misma; puede hacerse compañía, tiene con qué atacar y con qué defender, con qué recibir y con qué dar. No temamos, en esta soledad, pudrirnos en el tedio del ocio.
Los ensayos, Michel de Montaigne
Toda elección implica una renuncia. Ya lo sabes, claro, pero quizá no te has detenido en esa bifurcación que se crea cada vez que escogemos; al estilo de las historias sobre universos paralelos, la afilada hoja de nuestra decisión inflige un corte profundo en el tejido del tiempo y pasamos a tener dos escenarios: quizá solo futuribles, meras hipótesis, pero muy pertinaces mientras somos incapaces de optar por uno de ellos. Quién sabe si ambos coexistirán en algún remoto pliegue del universo, pero no me cabe duda de que algo de nosotros queda atrás (o al lado, o arriba…) cuando elegimos una ruta y enfilamos ese sendero ignoto.
Optar por estar solo es, obviamente, una de esas elecciones. Puede que existan estados mentales que nos empujen a ese retiro del mundo, cierto, y la lógica nos exige una valoración sensata del ánimo de la persona que se aísla; pero si obviamos los casos extremos, lo que nos queda es una simple elección. Ser —con el otro— o no ser —sin recurrir a nadie—. O, al menos, en muchos casos parece que esa duda solo se formula en un sentido dicotómico (casi destructivo): solo eres si existes con los demás; si estás solo no eres, simplemente existes, estás. Puede que el argumento parezca un poco extremo, pero coincidirás conmigo en que la soledad, la soledad elegida, suele ser considerada sinónimo de rareza, cuando no de mal. Si tradicionalmente a la gente que «andaba sola» se la tachaba de enferma o malévola, hoy día, superados prejuicios irracionales, no se ha dejado de mirar a los solitarios con cierta desafección: provocan estupor, incomprensión y, en los peores casos, rechazo.
Puede que todo provenga —o al menos en parte— de las diferentes concepciones que unos y otros tenemos del ocio al que se refiere Montaigne: ese «tedio del ocio» no sería sino el desdén hacia las formas en las que toda una sociedad ha dado en construir sus distracciones. Es evidente que, como sociedad, construimos entre todos formas de interactuar y colaborar; pero también lo es que toda interacción social conlleva unas fronteras, unos límites, unas reglas, que no todos interpretan por igual, o incluso aceptan. Las diversiones actuales se conciben desde la exposición, desde la apertura, desde protagonismo: uno no solo disfruta de algo, sino que, para ensalzar ese goce, se ve impelido a compartirlo. No solo hablo de los palmarios ejemplos de las redes sociales, sino del día a día: nos deleitamos en/con algo mucho más si tenemos testigos que nos arropen, espectadores que nos refrenden, testigos que nos sancionen en nuestra acción. «Existe en la soledad un placer del todo desconocido para los egocéntricos», afirma Alessandra Aloisi en su ensayo El poder de la distracción. Puede que la egolatría sea la consecuencia última de un mundo que nos ha facilitado todo tipo de herramientas y métodos para interactuar, pero que nos ha hurtado las virtudes del silencio interior.
Al igual que Montaigne, también creo que la libertad auténtica se encuentra dentro de nosotros; y, de ser así, entonces solo con cierto aislamiento podemos llegar hasta ella. No habría que rechazar a los otros, convertirlos en objeto de nuestro desdén (no a todos, por lo menos…), sino afrontar la certeza de que precisamos un claro entendimiento de nuestro carácter precisamente para vivir entre los demás, para ser unos buenos seres sociales. El pensamiento es lo que hacía del hombre un verdadero zoon politikón, según Hannah Arendt, ya que facilitaba el discurrir frente a la mera acción; y para cultivar ese pensamiento no me cabe duda de que la introspección es una herramienta imprescindible. No basta con que nos conozcamos a nosotros mismos: deberíamos estudiarnos, diseccionarnos, hermosearnos.
Reconozcamos que no es sencillo. El caudal de ruido al que nos sometemos cada día es de tal magnitud que resulta imposible escucharnos si no es por medio del retiro autoimpuesto; de otra forma, las distracciones y las banalidades nos impedirían entablar esa conversación tan necesaria cuyos sonidos se ven embotados por los mensajes, las noticias, las llamadas, las opiniones, las creencias, las mentiras y los memes. Al igual que el francés, que tuvo la suerte de autoexiliarse en el campo para consagrar su vida a la lectura y el estudio, creo que un elemento esencial para hacer de la vida un viaje algo más sustancioso es sumirnos en el silencio, en la clausura; buscar aquellas cosas que nos hacen felices por lo que son, por lo que nosotros somos; explorar aquellas cosas que nos suscitan ideas, que nos conmueven; discernir aquellas cosas que nos preocupan y las que no; interpelar a esa parte de nosotros que no podemos escuchar en el fragor de la batalla cotidiana.
«La soledad es una misión», dice Cioran; todo un mantra que, al menos en mi caso, merece la pena considerar. Un objetivo que nada tiene de extraño, ni de enfermizo, ni de ajeno; un destino que me ayuda a encontrar lo verdaderamente importante en mitad de un caótico entorno. Coincidirás conmigo, seguro, en que es una misión que vale la pena.
Pareciera como si estuviésemos destinados a la soledad. Las personas van evolucionando a ritmos diferentes; aquellos que eran nuestros amigos en el colegio ya no lo son, no porque nos odiemos, sino porque han madurado (o no) de manera diferente a la nuestra.
Para poder conocerte necesitas silenciar esas voces que están allá afuera metiendo interferencia a los deseos reales.
Así, que estoy de acuerdo con tu texto, y lo propuesto por Cioran. La soledad es nuestra misión.
Gracias por compartir tu reflexión, Emi. Y qué gusto ver que, aunque por derroteros bien distintos, hemos convergido en una meditación final parecida. El próximo martes publico sobre el vértigo del desempleo tecnológico y ahora no puedo sino insertar un enlace a esta publicación tuya tan cercana sin tocar una coma en lo que ya había escrito :)