Servidumbre
Aunque desearíamos que las emociones fuesen permanentes, en realidad no hacen sino fluir constantemente
A la impotencia humana para gobernar y reprimir los afectos la llamo servidumbre; porque, el hombre sometido a los afectos no depende de sí, sino de la fortuna, bajo cuya potestad se encuentra de tal manera que a menudo está compelido, aun viendo lo que es mejor, a hacer, sin embargo, lo que es peor.
Ética, Spinoza
Ambos sabemos que la naturaleza humana es frágil; no somos más que pompas de jabón danzando a merced de la brisa, aunque creamos que podemos dominar todo aquello que contemplamos desde las alturas como si fuésemos dueños de la creación. Quizá es el rasgo dominante e inherente de nuestra condición mortal: sabernos delicados, quebradizos, pero perseguir en todo momento la estabilidad imposible de un cosmos tan caótico como indiferente. Algo incómodo, lo sé, si bien insoslayable: lo asumamos o no, esa es la auténtica vida que tenemos por delante.
Sin embargo, esa delicadeza a la que me refiero se enseñorea de nuestro ánimo a todas horas. Las emociones campan a su antojo por nuestra mente (algunos dirán que por nuestro corazón), provocando un alud de escalofríos y una montaña rusa de alteraciones; a lo largo del día podremos sufrir de angustia, placer, estupor o asombro sin demasiados momentos de sosiego entre unas y otras. Incluso en tiempos de tranquilidad, en aquellos instantes de nuestras metódicas existencias en los que —como se suele pensar— tenemos todo «bajo control» (nótese el uso de comillas…), surge sin pensarlo, inadvertidamente, un cambio, un revés, una sorpresa: algo, en suma, que rompe el sedicente equilibrio que creíamos disfrutar y que provoca alguna distorsión en ese océano tormentoso de nuestra mente.
Spinoza, siempre certero, denominó a esa debilidad «servidumbre». Y es que, en efecto, somos siervos de nuestros afectos: vivimos a expensas de oleadas de sentimientos ingobernables que pululan por nuestra cabeza como una estampida de reses, tratando en vano de implantar un orden que no existe. Las emociones, en cuanto tales, no obedecen a leyes o criterios, a antojos o deseos, y no pueden ser domeñadas por algo tan sumamente frágil como es eso que gustamos en llamar «voluntad». Por eso, aun «viendo lo que es mejor», no nos queda más remedio que actuar bajo la potestad de la fortuna, poco amiga de hacer negocios con nuestra razón.
Coincidirás conmigo, si has llegado hasta aquí, en que lo anterior se ajusta bastante a tu realidad. El vaivén emocional, la incontrolable libertad de los sentimientos… ¿Por qué, entonces, luchamos contra ello como si pudiésemos cambiar algo tan intrínsecamente humano? ¿De veras consideramos viable el «domesticar» nuestras emociones? Lo cierto es que dudo de que reflexionemos sobre ello; no, al menos, en términos intelectivos, de una forma tan sistemática como aquella que Spinoza empleó para armar su magnum opus y tratar de explicar de manera casi matemática el pensamiento del hombre. Si acaso, reparamos en ello de forma casual, inadvertida: tal vez leemos una newsletter sobre el asunto; tal vez surge una idea en nuestra cabeza a raíz de una anécdota; tal vez escuchamos una conversación acerca de un desequilibrio ostentoso o divertido… También se encuentran en la literatura esos momentos de insignificancia, de rendición ante la imposibilidad de comprender; así lo expresa Mircea Cărtărescu en su novela El ala izquierda: «Mi mente me dice que no soy más que una ciénaga de carne, venas y arterias, tendones y mucosidad, y ella misma no es sino una miserable conciencia, apenas capaz de comprender su propia miseria». No obstante, en general no es probable que dediquemos a esta obviedad (incómoda, quizá punzante, desde luego engorrosa) demasiado tiempo.
Creo que la cuestión es la permanente ansiedad que mostramos por la estabilidad, por la firmeza. Aun teniendo la constancia, y la intuición natural, de nuestra fragilidad (o justamente por ello), perseguimos cualquier atisbo de equilibrio en todos los aspectos de nuestras vidas; y, en verdad, tal vez sea eso lo que nos mantiene cuerdos respecto al caos de un universo para el que no representamos absolutamente nada. Nos afanamos por buscar cierta perdurabilidad porque la transitoriedad del ser es algo inabarcable, incognoscible, insoportable. Queremos (quiero, quieres) certezas, sosiegos, calmas, raigambres, cimientos. Queremos una seguridad inexistente que nos meza entre sus brazos cuando nos echamos a la mar de la vida. Queremos la continuidad de las emociones porque deseamos más que nada perpetuar aquello que nos importa, alargar el instante de felicidad, prolongar hasta el infinito la alegría, estirar el amor hasta el más allá.
Siguiendo a Spinoza, lo importante, pienso, es no cuestionarse esa imposibilidad: resignarse al hecho de que no influimos en los entresijos de nuestra mente (para el filósofo los afectos englobaban emociones y sentimientos) y centrarnos en distinguir eso que «es mejor» de su contrario. Es evidente que no podremos separarlo juiciosamente en muchos casos, pero lo que importa, como ocurre casi siempre que hablamos de procesos mentales, es el trabajo que haremos para ello, las ideas que habrán surgido a raíz de esa reflexión, los aprendizajes que tendremos tropezando y cayendo. La herida duele, claro que sí, pero el saber permanece. No es necesario buscar seguridad, solo abrazar la incertidumbre que nos hace humanos.
Creo que la clave está en asumir que no lograremos nunca domesticarlas e intentar aprender, sin embargo, a “surfearlas”. Nunca se hallará un fondo sólido en el que hacer pie, pero sí puede llegar a describirse una trayectoria razonablemente estable si somos capaces de amortiguar los vaivenes. Gracias por tus palabras.
Una invitación al reconocimiento de nuestra vulnerabilidad ante los afectos.
Una frase que me gusta de Deleuze:
“¿Quién es spinozista? A veces, ciertamente, el que trabaja «sobre» Spinoza, sobre los conceptos de Spinoza, siempre que lo haga sin escatimar el reconocimiento y la admiración. Pero también el que, sin ser filósofo, recibe de Spinoza un afecto, un conjunto de afectos, una determinación cinética, un impulso, el que hace de Spinoza un encuentro amoroso. El carácter único de Spinoza consiste en que él, el más filósofo de los filósofos (contrariamente al mismo Sócrates, quien sólo siente necesidad de la filosofía…), enseña al filósofo a prescindir de la filosofía.”