La única parte de la conducta de cada uno por la que él es responsable ante la sociedad es la que se refiere a los demás. En la parte que le concierne meramente a él, su independencia es, de derecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y espíritu, el individuo es soberano.
Sobre la libertad, John Stuart Mill
Afirmar nuestro lugar en el mundo es difícil. Pensar sobre nosotros como un «ente», como un objeto sobre el que podemos elucubrar y reflexionar, sobre el que podemos actuar, es algo que casi escapa a nuestra percepción sobre lo que significa «ser». Y, sin embargo, nada hay más sólido para cada uno de nosotros que ese «yo» que constituye todo el universo en el que nos movemos y vivimos. Solo existe esa certeza, que en verdad podría no ser tal, pero para ti y para mí, para todos, bien podría estar grabada en piedra. El individuo es soberano, afirmaba Stuart Mill, y durante siglos así se ha considerado, aunque también se haya reflexionado sobre la idea hasta la extenuación.
Supongo que ser uno mismo, si es que la expresión tiene sentido ontológico, es complejo y así ha sido siempre. No obstante, la construcción del «yo» como objeto de interpretación y estudio es algo relativamente reciente, por lo que puede que un concepto que tenemos tan interiorizado, que damos por sentado, no sea tan fácil de exponer. Ser uno mismo no implica, simplemente, actuar conforme a nuestros deseos o necesidades, o comportarse de acuerdo con nuestra naturaleza o impulsos: todo eso es fruto de la herencia biológica, que nos determina (quizá mucho más de lo que sabemos), pero hay un constructo reflexivo que se alza por encima de los genes, las neuronas y la naturaleza. Tu «yo», tu conciencia, tu ser: llámalo como quieras, pero en tu fuero interno te sabes distinto, único, concreto, singular. Es ese «yo» el que se torna difícil de explicar cuando lo confrontas con la sociedad. El individuo adquiere entidad cuando se encuentra con el grupo: al tiempo que se carga con obligaciones, también reafirma sus rasgos al diferenciarse del resto de seres. Si lo piensas bien, nos definimos, en buena medida, gracias a nuestras relaciones con el mundo, con los demás; sin el resto de gente perderíamos atributos que nos hacen ser —más— nosotros mismos.
Por supuesto, como cualquier contacto, la interacción social entraña riesgos. Stuart Mill señala las responsabilidades de las que debemos hacernos cargo, pero a medida que la humanidad avanza, hay cuestiones que desafían esos lazos entre el «yo» y el «nosotros». Shoshana Zuboff habla en su ensayo La era del capitalismo de la vigilancia sobre esta época individualista que, sin embargo, nos transforma en números: «Vivimos siendo conscientes de que nuestras vidas tienen un valor único, pero somos tratados como si fuéramos invisibles». El «yo» arrostra la cuestión de reivindicarse en un mundo en el que la tecnología dinamita al individuo en favor de la masa, del conjunto: no importa la persona, sino los likes, los seguidores, la repercusión, el alcance, la fama, la gloria. Al contrario que los artistas románticos, que pusieron al creador en primer plano, parejo a su obra, esta época ha generado una legión de neorrománticos: personajes que parecen tener relevancia, pero que no tienen nada que ofrecer. Es un concepto interesante, así que te lo ampliaré un poco más en el artículo del domingo solo para suscriptores.
La cuestión es que el «yo», el individuo, se construye gracias a una suerte de equilibrio inestable entre la sociedad y la soledad, entre la masa y la ausencia. Veamos qué pensaba Rainer Maria Rilke al respecto en sus Cartas a un joven poeta:
Lo necesario es esto solamente: soledad, una soledad grande e íntima. Adentrarse en uno mismo y no encontrarse con nadie durante horas: esto es lo que uno debe poder llegar a conseguir. Estar solo como se estaba solo siendo niño, cuando los adultos caminaban alrededor ocupados con asuntos que parecían grandes e importantes porque los mayores parecían muy atareados y porque uno no comprendía nada de lo que hacían.
Pienso en esos grandes artistas románticos, obstinados en reivindicar su figura para tratar de ligarla a su obra en la eternidad —algo que muchos lograron—, pero que no renunciaron al retiro, a una cierta clausura aonia, para trabajar en la construcción de esa amalgama. Y también pienso en tantos seres que han desafiado convenciones, expectativas o prejuicios (como bien expresaba Manuel Mujica Lainez en Bomarzo: «dentro de la familia es donde menos se vislumbra la individualidad de quienes la integran, porque los prejuicios y los pequeños intereses personales (cuando no el ciego amor) nublan la visión profunda») para levantar una escultura de sí mismos que pudieran llamar «yo» con profunda convicción.
Poco sabemos, en verdad, de nuestro personaje interior, de esa vocecilla que susurra y teme, que regaña y tiembla, que maldice y ama; poco sabemos de ella, sí, pero la sentimos en cada poro de la piel desde la cuna hasta la tumba, porque sin su voz no podríamos ser. Quizá el trabajo de la vida, el único y verdadero, sea ponerle rostro a esa voz.
La fricción entre el sujeto (el "yo") y el colectivo es necesaria, pues el individuo se gesta cuando entra en contacto con la sociedad, con el colectivo.
Muy buena relfexión, Emi.
Gracias.
En mi caso creo que el trabajo de una sabia es saber precisamente que esa vocecilla interior no soy yo.-