Esa invención de filósofos tan atrevida, tan fatídica […], la de la «libre voluntad», la de la espontaneidad absoluta del hombre en lo bueno y en lo malo, ¿acaso no se hizo sobre todo para crearse un derecho a la idea de que el interés de los dioses por el hombre, por la virtud humana, nunca puede agotarse?
Genealogía de la moral, Friedrich Nietzsche
Si hay algo que nos hace humanos, coincidirás conmigo, es nuestro libre albedrío: la posibilidad de elegir, de desdeñar, de optar, de amar, de delinquir, de renunciar, incluso de morir. Si hay algo que nos define es la vastedad de nuestro campo de acción, la infinita variedad de opciones a nuestro alcance, la inmensidad cósmica de alternativas…
Pero quizá no sea así. Quizá la naturaleza ha jugado con nosotros desde los albores del tiempo y nos ha hecho creer en una libertad impostada, una representación shakesperiana en la que, sin advertirlo, solo escenificamos un papel —puede que secundario— cuyos diálogos un autor preternatural ha escrito (o escribe, o escribirá) para nosotros. Quizá lo que consideramos como libertad no es más que un inmenso tablero en el que un jugador nos mueve a su antojo, haciéndonos creer que cada movimiento es una decisión.
Esta cuestión, banalmente planteada, ha traído de cabeza a filósofos, pensadores e investigadores desde hace siglos. Hoy día, con los avances en neurociencia, la balanza parece inclinarse en favor de la segunda opción, si bien la respuesta sigue permaneciendo en la oscuridad del cruce de caminos entre el ser y el universo. Desde que Descartes se atrevió a desconfiar de la veracidad de lo que veía, nos inclinamos a dudar de muchas otras cosas, aunque la discusión se pueda remontar muy atrás, desde Aristóteles o Santo Tomás hasta Sartre o Bergson.
En cualquier caso, resulta interesante la insinuación de Nietzsche cuando sentencia que, en verdad, lo que buscamos con la idea de libre albedrío es acaparar una atención «divina». Es posible que la conciencia de estar abandonados a nuestra suerte en un universo caótico y desalmado nos empuje a plantearnos un asidero que justifique la convicción de que actuamos sin ningún tipo de manipulación, sin reglas, normas, códigos o determinismos cualesquiera. Asumir que no solo no entendemos el lugar que ocupamos en ese universo insensible, sino que —para colmo— nos desempeñamos en él siguiendo unas pautas establecidas (¿por qué o quién?), es a todas luces una sensación desasosegante.
Jesús Zamora Bonilla afirma en su ensayo En busca del yo y otros fantasmas que «el yo es, en definitiva, no solo un producto de la biología, sino también una entidad profundamente cultural». Aunque a lo largo del libro explora diferentes posturas, pareciera que esta afirmación nos tranquiliza en tanto apunta a la idea de que nuestro libre albedrío podría darse, puesto que no somos solamente biología, células y neuronas, sino que hay un constructo sociocultural que aporta ladrillos en ese edificio que es la conciencia.
Pero ¿y si la conciencia fuese, a su vez, una invención neurobiológica? ¿Y si lo que pensamos que es una suma de diferentes elementos no fuese más que una clasificación menor de los mismos componentes? ¿Dónde nos dejaría eso? No es de extrañar que nos aferremos a la idea sobrehumana, siquiera sospechada , intuida o anhelada, para dotar este vacío de algo que pueda llamarse yo. Esa incertidumbre la plasmó de una forma muy hermosa Ted Chiang en su relato «La historia de tu vida» (incluido en la recopilación del mismo título):
La existencia del libre albedrío quería decir que no podíamos conocer el futuro. Y sabíamos que el libre albedrío existía porque teníamos una experiencia directa de él. La volición es parte intrínseca de la consciencia.
¿O no lo era? ¿Y si la experiencia de conocer el futuro cambiase a una persona? ¿Y si evocase una sensación de urgencia, una sensación de obligación de actuar exactamente como sabía que debía hacerlo?
Libres o no, queda siempre en el aire (en el corazón, diría) la cuestión de si ese albedrío, libre o no, afecta de alguna forma a nuestra responsabilidad a la hora de tomar decisiones, de actuar, de relacionarnos con los otros. Y de todo ello seguiremos cavilando el domingo, en el artículo de la semana. Allí te espero.
Qué díficil es esta encrucijada. Con los avances en neurociencia, parece que cada vez nos queda un hueco más reducido a aquellos que creemos que en la toma de decisiones siempre se tiene libertad de elegir. Siempre nos quedará lo que dijo Ortega "yo soy yo y mi circunstancia. Si no la salvo a ella, no me salvo a mi". Estamos (espero) condenados a ser libres.
¡Hola! Estupendo artículo. ¿Leíste el artículo de @juanignaciopereziglesias sobre el libro "Decidido", de Sapolsky? ¿Y si no hubiese en verdad libre albredío? Aquí dejo el enlace: https://lecturasyconjeturas.substack.com/p/decidido-una-ciencia-de-la-vida-sin
Yo he contribuido a polemizar sobre esa hipótesis en otra comunidad de lectores: https://plazabierta.com/el-libre-albedrio-o-mas-te-vale-nacer-en-suiza/
El tema es inquietante.