Más incluso que las manos y el cuerpo agostados de Agatha, esa adoración extática revelaba lo terrible que debía de haber sido su pobreza. Ay, pobre Aggie... Pobre Aggie, pobre, pensó Milly, invadida de nuevo por la compasión y la ternura. Era descorazonador cómo la pobreza, la verdadera pobreza extrema, podía llegar a destruir el buen carácter y la caridad. Y el buen carácter y la caridad habían estado ahí, Milly lo sabía, pues recordaba bien el cuerpo y el espíritu joven y generoso que una vez tuvo Aggie. Había sido demasiado generosa, demasiado crédula. El exceso de fe y de esperanza, el exceso de las mismas virtudes que se nos pide que cultivemos, la había hecho subir a las alturas con su amante, y el exceso de orgullo la había mantenido desafiante declarando que seguía en ellas cuando hacía tiempo que se había hundido en las más míseras profundidades.
Expiación, Elizabeth von Arnim
Ya hemos tenido como invitada a Milly en otra ocasión, aunque entonces fue para hablar sobre la casualidad. Sin embargo, el azar puede tener que ver con el agostamiento al que su hermana Aggie se ve empujada al carecer de medios con los que afrontar una situación económica complicada. Eso que a veces llamamos destino, suerte o hado puede ser un perfecto destructor de mundos, una maldición de proporciones bíblicas, un funesto golpe de mano por parte del universo que logra desmontarnos como frágiles marionetas en manos de un perverso titiritero; el equilibrio que nos sostiene sobre el cable tendido entre la seguridad del pasado y la esperanza en el futuro puede verse afectado por ese vendaval provocado por el marionetista.
Como hablaremos el domingo, la miseria puede sobrevenir por multitud de razones, pero su efecto casi siempre será devastador. Solemos pensar en la figura del menesteroso como algo arquetípico, conocido, con determinadas características que damos por supuestas, hasta el punto de convertirlo en un lugar común más propio de la literatura que de la vida real. Pero la pobreza es como un agujero negro que engulle todo lo que se acerca, y su representación no basta para comprender los efectos aniquiladores que tiene.
Aggie, tal y como viene presentada en la novela de Elizabeth von Arnim, es una mujer capaz, valiente y corajuda, que, sin embargo, se ve abocada a la miseria cuando pierde todo aquello que la provee y la mantiene. El valor del personaje (excelentemente presentado por la autora) recae, justamente, en esas características que la definen: fortaleza, tesón y esfuerzo; no obstante, y a pesar de ello, su caída es irreversible. Es en esa situación cuando descubre —también lo hará su hermana Milly— que la pobreza no significa solamente privación de dinero. La miseria física, tangible, diaria, es sin duda desoladora. Pero el abismo de la pobreza es mucho mayor, mucho más profundo, mucho más terrorífico: conlleva la pérdida del «yo», de nuestra identidad, de nuestra condición de seres humanos, algo indispensable para relacionarnos con los demás. Decía John Steinbeck en Las uvas de la ira que el pecado acarreaba un castigo, pero que el castigo era su propio pecado, y nada representa de forma más palmaria la maldición que supone verse sumido en la miseria.
La oscuridad es privación de luz, pero también de cercanía. En un mundo en el que los lazos no solo nos conectan con los demás, sino que nos permiten representarnos a nosotros mismos, cortar los hilos con otras personas supone una sentencia, una condena, una expulsión. La pobreza significa el exterminio de la identidad, la anulación del valor, el borrado de una existencia; en boca del narrador de Expiación las consecuencias son penosas, pero en el día a día son —deberían ser— desgarradoras. Milly se apiada del cambio de su hermana (ahora irascible y displicente a causa de su caída en desgracia) porque comprende mejor que nadie lo que le han arrebatado: el deseo, los sueños, la paz, el sosiego, la inspiración, la esperanza; la han arrancado todo aquello que nos trasciende, que nos eleva, que nos asemeja a los dioses; le han robado el espíritu, la llama, la conciencia.
Aunque lo material nos sea tan imprescindible como lo impalpable, la privación de la miseria es mucho más destructiva en tanto socava lo que no puede tocarse, lo divino, lo inconsútil. Nada puede haber más terrible que ver como la identidad se difumina en los ojos de los demás. Y nada puede haber más lacerante que no luchar por evitarlo.